Marruecos, diario de viaje (I)

 

​​Llegué al aeropuerto con una mezcla de emociones que era incapaz de ordenar, con la incerteza de no saber lo que me esperaba y la sensación de estar dando un gran paso, enfrentándome a mis miedos y atreviéndome a vivir, sin más. Tan solo bajar del avión y poner un pie en tierra firme, ese aire ardiente del que tanto había oído hablar me invadió; y eso que llegamos de madrugada, cuando el calor da una ligera tregua y la temperatura baja. Como veníamos haciendo desde que despegamos en Barcelona, nos miramos y sonreímos. Ya estamos aquí. Una vez más, supe que no había mejor compañía que la de una amistad sincera, la de una compañera de vida, casi familia, para visitar por primera vez aquel lugar, para vivir una aventura como la que acababa de empezar.

Habíamos aterrizado en Marrakech y aún quedaba un largo viaje por carreteras infinitas, llenas de curvas y desniveles, de subidas y bajadas, pero ― entre nervios ― celebrábamos cada pequeño paso que nos acercaba un poco más a nuestro destino, que hacía más real esa experiencia que tantos meses llevábamos esperando. Era tarde, pero la ciudad estaba bien despierta, aún más que durante ciertas horas del día según nos decían. Recogimos nuestras maletas y nos dirigimos al riad donde pasaríamos la noche. Alguien nos guió por unas cuantas callejuelas estrechas de alrededor de la medina, que intuímos estarían llenas de bullicio al despertar. Todo estaba oscuro, apenas había luz y los olores se entremezclaban con fuerza. Estábamos cansados, las maletas nos pesaban cada vez más y los adoquines no nos lo ponían fácil; esos pocos minutos de camino nos parecieron agotadores, interminables.

Cuando al fin llegamos a la cama que nos acogería esa noche, nos dejamos caer en ella, inmóviles, hasta el día siguiente. Desperté algo antes que el resto y, tratando de no hacer demasiado ruido, puse los pies en el suelo y paseé durante un buen rato con la cámara entre mis manos. Deteniéndome a observar las primeras luces de la mañana entrando por el patio central, cada textura y color, cada rincón de aquel lugar donde aún reinaba el silencio. Al salir, como ya intuímos, esas calles que recorrimos a oscuras la noche anterior estaban repletas de vida; llenas de movimiento, del ir y venir de carros tirados por burros, bicicletas, furgonetas y gente a pie esquivándose unos a otros en un perfecto caos, pero también de una luz mágica que se colaba de forma sutil a través de los tejados de cáñamo y que conseguía, por unos instantes, hacerme olvidar el calor intenso y sofocante con el que había amanecido.

Veríamos Marrakech con algo más de calma a la vuelta, así que pronto iniciamos el viaje por carretera a lo largo de Marruecos que nos llevaría hasta el pequeño pueblo de Tafraout Sidi Ali, a sólo unos kilómetros de la frontera con Argelia. En una de nuestras primeras paradas, probamos la comida marroquí y entramos en contacto con la gente local. Viajamos durante todo el día y llegada la noche, nos alojamos en otro riad, esta vez en Aït Ben Ali, donde nos recibieron con los brazos abiertos, un vaso de te bien dulce y la cena preparada. En ese momento empecé a descubrir el ritmo de Marruecos, tan diferente al nuestro, pero no fue hasta que llegué al pueblo cuando realmente comprendí la lentitud con la que allí se vive: no existen las prisas, ni los horarios, todo va mucho más despacio. Volvimos a la carretera al día siguiente, tras el desayuno, enfrentándonos a un día más subidos al autocar para seguir atravesando el Atlas, sabiendo que esa misma noche ya dormiríamos en pleno desierto. 

 
Laura LópezComment