Marruecos, diario de viaje (III)

 

Desperté temprano como de costumbre esos días, pero esa vez no lo hice sola. El resto del grupo también estaba en movimiento, preparándose –aún con los ojos entrecerrados y las sábanas pegadas– para empezar a andar el camino que nos llevaría hasta la montaña más cercana. Con las prisas para no perdernos la salida del sol, salimos con lo puesto, sin agua para el camino y la boca aún seca de la noche anterior. Mis pies se hundían en la arena a cada paso que daba para avanzar por aquella duna; recuerdo tratar de engañar a la mente para seguir andando sin pensar en lo que aún quedaba por subir. Al final llegamos más temprano de lo esperado. Desde la cima, todo esfuerzo parecía poco. Con esas vistas y la luna aún iluminando la cumbre, de pronto el cansancio de mis piernas, la sed y el sueño quedaron lejos, olvidados. Allí pasamos un buen rato, viendo como el sol asomaba lentamente tras las montañas, disfrutando de la recompensa: la luz mágica de ese amanecer en medio de la nada. En el camino de vuelta, mientras bajábamos y los destellos dorados aún lo impregnaban todo, pensábamos en subir de nuevo en uno de los pocos días que ya nos quedaban allí. No era consciente de cuánto echaría de menos todo aquello.

Desde entonces, todo pasó demasiado rápido y, sin apenas darnos cuenta, había llegado el momento de emprender el camino de vuelta, el viaje de subida hacia el norte. Tras diez días allí, aquel viernes por la tarde fue nuestro último día juntos, con los niños y niños del pueblo y con los chicos y chicas más mayores, que se habían ofrecido voluntarios para echarnos una mano y ayudarnos con el idioma. Detrás de cada uno se escondía una historia, una vida que apenas pudimos conocer, tan siquiera intuír, en tan poco tiempo; pero si por unas horas dejaron a un lado esas obligaciones que les hacen vivir como adultos, como si no fuesen niños, todo esfuerzo habría valido la pena.

Cansados por toda la energía puesta esos días, aún sobrecogidos por las emociones vividas la tarde anterior y con una sensación agridulce, a la mañana siguiente nos despedimos del todo, también de la familia beréber que nos había acogido en el albergue como si fuésemos uno más. Lloramos al pensar que lo más probable era que no volviésemos a verles más, al apreciar todo lo que nos habían dado. Recuerdo con especial cariño el abrazo de la Mama. Ella que, siempre con una sonrisa amable, nos había cuidado como a sus propios hijos. Ella que, sólo unas horas atrás, había insistido en darme un masaje tradicional para el dolor de estómago porque alguien le había dicho que no me encontraba del todo bien. Ella, que justo el día anterior me había pedido que la acompañase mientras preparaba el pan y me había animado a tomar fotografías de ese momento compartido, como si hubiese descubierto que lo estaba deseando pero no me atrevía a hacer, por miedo a molestar.

Cuando subimos al autocar, se hizo el silencio. Mientras cruzábamos el pueblo por última vez y veíamos a algunos de los niños despedirnos tras el cristal, poco a poco, uno tras otro, rompimos a llorar. No pude evitar sentirme sobrecogida por un sentimiento de agradecimiento por todo lo vivido y aprendido difícil de explicar; emocionada al haberme atrevido a escoger mi camino y sentirme más fuerte, más viva por ello. Nuestra primera parada fue un pequeño museo de fósiles situado en la ciudad más cercana. Al atardecer, ya en Merzouga, nos esperaba un largo paseo en dromedario. De camino, nos topamos con una fuerte tormenta que entremezcló arena, lluvia, rayos y truenos. Lo tomamos como una experiencia más y sonreímos hasta llegar a las haimmas en medio del desierto donde pasaríamos la noche. Al día siguiente, a la salida del sol, volvimos a montar en dromedario para volver al lugar del que habíamos partido la tarde anterior, recoger nuestro equipaje y seguir nuestro camino por carretera.

En ese segundo día, nuestra primera parada fue un pequeño mercado marroquí en el pueblo de Rissani; abarrotado, caótico, impregnado de multitud de colores y olores, con un encanto especial. Mientras recorríamos las carreteras de nuevo, paramos en una cooperativa de mujeres que producían aceite de argán de forma local y orgánica. Nos mostraron el proceso de elaboración y nos contaron con mimo sus diferentes usos, propiedades y beneficios. Después de comer, por fin llegamos a Marrakech, con el tiempo justo para visitar la plaza central de Djemma el Fna durante unas pocas horas, perdernos por alguna de sus calles y llevarnos algún que otro souvenir a modo de recuerdo. Escribí en mi cuaderno por última vez en el viaje hacia el aeropuesto, dándome cuenta de que ni las palabras ni las imágenes serían suficientes para describir todos los momentos que allí había vivido.

 
Laura LópezComment